Ese día bajo la lluvia, aunque odiaba estar mojado hasta los tímpanos, y no podía soportar que la tormenta me azotara...
Aunque tal vez hubiera querido no andar a pie y que Dios me regalara un automóvil, o tener el dinero siquiera para pagar un taxi, o que en última instancia Dios me hubiera respondido ordenándole a las nubes que se retiraran...
Aunque el agua caía sobre mi, inclemente y no cesaría hasta que yo llegara a mi casa que estaba a 1 km de distancia...
Y como había aprendido, ese fin de semana en la iglesia, que si Dios me amaba iba a disciplinarme (Hebreos 12:6-7)...
Pude entender que Dios me amaba...
Pude saber que esa tormenta caía por mí...¡era por mi! , yo sabía que merecía un castigo peor que ese, porque haber sido empapado por una cuantas gotas de agua en realidad no compensaba mi desobediencia, pero la misericordia del Señor me había alcanzado, el perdón del Padre era evidente, la sangre de Jesucristo me estaba limpiando y esa misericordia había contrarrestado el peso de mi maldad, dándole balance a la justicia que estaba totalmente inclinada en contra mía.
No hay ningun sufrimiento en este mundo... ninguna tormenta... ningún desierto... no hay nada que pudiera balancear la justicia a nuestro favor... no podemos pagar con las tormentas lo que merecemos, pero si soy tibio he de ser metido en el fuego... Si he sembrado es indispensable que el sol se oculte por un tiempo para dar paso a que llueva sobre mi y la semilla que está esperando en la tierra de mi corazón... Es necesaria la disciplina porque Dios nos ama y quiere llevarnos a nuevas alturas.
Cuando somos hijos de Dios nos damos cuenta que nos ama, ya sea en las buenas, como en las malas.
Dios te ama... ¡Ánimo!
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