Desde el fango…
Allí estaba aquel pobre hombre,
hundido en las arenas movedizas del pecado, tratando de esforzarse por salir,
pero cuanto más intentaba, más se hundía; entre más fuerza ponía más hondo se iba;
y mientras más tiempo pasaba, aunque no se moviera, poco a poco se seguía
sumergiendo.
Tal vez el alcohol era su dueño,
o a lo mejor la lujuria su mejor esclavizante… lo importante es que su cuerpo poco a poco cedía
el mando a sus placeres… tirado en la
esquina de la cuadra, recordaba nada más lo que pudo haber logrado sin caer en
ese lodo.
La esperanza muere a veces antes
que la vida, porque no hay ninguna expectativa en aquel que lo único que sabe
es que poco a poco va hundiéndose y que no hay salida a su futuro que aparece
escrito en el fondo del estiércol.
Y es que el pecado traga a los
indolentes, que nada se esfuerzan por no caer en él y cuando caen en la cuenta
de que deben esforzarse, ya es demasiado tarde.
Pueden luchar por salir… pueden
tener toda su intención de levantarse… tal vez tengan el más grande motivante que
ponga un deseo ferviente de encontrar la libertad de aquel lodo cenagoso… quizá escuchen predicadores de auto estima
que les inviten a salir… pero nada de
esto servirá si no hay alguien que extienda su mano desde afuera y tire desde
un lugar seguro salvándole la vida.
Pedro alzó su mano y sin oración
alguna lo único que dijo fue “sálvame
Señor”, y en medio del fragor de la tormenta Cristo extendió su mano de favor y
lo tomó sacándole del fondo.
Así también cuando
en nuestro caminar nos salimos del camino y caemos en el fango, lo único que
puede rescatarnos es el don de gran misericordia de aquel que nada y todo
espera de nosotros. Porque en Cristo solamente, la esperanza vive más que la existencia.
Date cuenta que caíste y entonces solamente grita a voz en cuello clamando
por auxilio al que puede salvarte de la muerte (Salmo 69:14), y por experiencia te lo digo, Jesús con gran clemencia seguramente
te rescatará, esperanza te dará… y será tu salvación.
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