El
Señor miró desde los cielos, desde el trono confortable del Supremo; aquellas
cartas de repudio que los hombres firmaban sin reproche; vio a los reyes de
este mundo, montados en los hombros de los pobres; observando entre los
tiempos, los amos latigueando a sus esclavos y los ricos sacando jugo de los
pobres. Reparó entre lágrimas que caían
de sus ojos, que había huérfanos y viudas indefensas por doquiera. Vio a los quebrantados lamentando su
desdicha, y a los despreciados mendigando pan de muerte.
Se
compadeció, levantándose del cómodo lugar del que era el dueño, tomó la forma de
uno de estos siervos (Filipenses 2:6-7) y en el campo sacó sangre de sus manos
al surcar con el arado; llevó la marca del esclavo en sus espaldas, soportando
allí sobre sus hombros, aquella carga que llevaba el jornalero.
Comprendió
el sollozo intenso de los desamparados y el gemir profundo de aquellos abatidos
por los hombres.
Extendió
un decreto anulando las cartas de repudio (Mateo 19:8-9), y dictó para los
huérfanos edicto de adopción en su familia (Efesios 1:5).
Allí
con ese corazón, predicó a los que tenían muerta la esperanza, dando buenas
nuevas a los más necesitados. Rompiendo con
lo que estaba establecido, abrazó al que se había perdido y se hizo amigo del
mendigo. Trajo buenas nuevas para el
débil y afligido, dando gran sabiduría para el carente de pericia. Diseñó el evangelio de Su Reino, dictaminando
sacar del basurero, a todo aquel que sin fortuna estaba hundido entre el fango
movedizo del abismo, haciéndolo sentar junto a los príncipes, sus hijos
predilectos (Salmo 113:7-8), escogiendo a los que habían sufrido menosprecio,
lo más vil e ignorante de la tierra (1Corintios 1:28) para levantarlos sobre
sabios y entendidos, y hacerlos Hijos escogidos. Escuchó la oración del desvalido (Salmo
102:7) haciéndose padre de los huérfanos y los compungidos (Salmo 68:5)
Jesús
llegó a la tierra diciendo a este mundo “bienaventurados los que sufren” pues
recibirán desde arriba el consuelo; publicó libertad a los cautivos, porque
este era el tiempo de la buena voluntad del Dios Eterno… el tiempo del buen
óleo y nunca más de la ceniza (Isaías 61:1-3), pues Él se ha compadecido del
que ha sido repudiado, se conmovió de la bajeza del que ha sufrido menosprecio y
se ha identificado con aquel que ha sido atribulado en el triste vertedero de
las sombras de este siglo… Él es el Dios
del desvalido.
Padre de huérfanos y defensor de viudas,
es Dios en su santa morada. Dios hace habitar en familia a los desamparados; Saca
a los cautivos a prosperidad; Mas los rebeldes habitan en tierra seca. Salmos 68:5-7.
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