Restauración de Noemí
El sol candente hería fuertemente
sus ojos rojos de llorar, que miraban sin mirar, divagando entre grises
callejones, donde un día, hacía mucho tiempo ya de eso, había jugado entre
risas y canciones, soñando los sueños de los niños, sueños de alegría y emociones,
sueños de grandeza y de riqueza; días aquellos donde se sentía la sublime y
gran princesa. Sueños que un día al
despertar se habían esfumado entre empujones, sueños que habían sido devorados
por las huestes de la triste realidad que digieren emociones. Allí en aquel lugar de los recuerdos, donde
emprendiendo cierto día emocionada aquel viaje a la ventura, había salido
esperanzada a comenzar aquella vida que sus sueños le habían motivado, saliendo
con su amado y fiel esposo y sus dos hijos, que se habían convertido en la luz
de su existencia.
Hoy... aquella tierra que le vio
nacer, la volvía a recibir, viéndola venir por las sendas del dolor y la
tristeza. Aquella cuyo nombre era
dulzura, se había transformado en ajenjo de amargura. Todo aquello por lo que tanto había luchado
se le había escurrido entre las manos, perdiéndose en el negro laberinto de la
muerte.
Sin embargo, cuando Dios envía
muerte, por que el tiene potestad de matar y hacer nacer (1Samuel 2:6), también
envía vida, envía su sustento en el valle de la sombra, envía hombros donde
puedas recostarte, envía ayuda desde Su santuario, salvación entre la
perdición, libertad en la prisión, en el desierto el alimento, y en el fango un
fundamento.
Y Dios que sabe hacerlo todo
bien… que sabe aprovechar las circunstancias de la vida para sacarlo todo de la
nada, convertir lo que no vale en el tesoro más valioso y lo que no es
cambiarlo a necesario; levantó a aquella niña que ni tenía nada que ofrecer, ni
mucho menos riqueza que entregar… aquella niña de la que cualquiera habría
pensado que era solo carga muy pesada… aquella dulce y amable Ruth la moabita,
quien sin pompa ni platillos logró lo inlograble y realizó lo irrealizable, pues
en una sola tarde, pudo dibujar otra vez una sonrisa en aquella Noemí a quien
Dios volvió restaurar del polvo y la ceniza.
Pues aquel buen Dios de Noemí, el mismo Dios de ti y de mí, le gusta
restaurar… restauró al
israelita regresándolo a su tierra, restauró a la endemonidada llamándola a sus pies, restauró la creación en el monte de la muerte... le gusta levantar al polvo desde el fango y al triste corazón darle un
gozo sin igual. Ese Dios grande y sin igual, bueno y amoroso, es el Dios de toda exaltación, el Dios de la restauración.
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